27 May
27May

Cuando estudiaba en la universidad de La Plata alquilaba un departamento con mi amiga Eli, “El Eden” lo llamábamos, no solo porque era precioso, sino porque era una fuente incansable de alegrías y anécdotas. Lo pagaba con el sueldo que ganaba trabajando en la secretaría de Cultura de Quilmes, donde entendí que la indemnización a tus sueños se llama salario mínimo. 

Mientras volvía de cursar caminando, todos los días mi imaginación se distraía ante la vertiginosa sensación de que la vida estaba en otra parte. Mi foco, que debería haber estado en mis estudios, volaba sobre lugares imaginarios por donde hubiera pensado que estaba la felicidad. Era una valiente, no tenía ni la milésima parte de los ahorros necesarios para irme a ningún lugar, y poco me hubiera atrevido a solicitar la ayuda de mis padres, que con gusto siempre la ofrecieron. Cobraba cinco pesos por cada tarea que le hacía a mis compañeros, pero cuando rompí el chanchito no había ni un tercio de lo que necesitaba para los pasajes. 

En la carrera de Geología se hacía un viaje de campaña por año. Y tan solo ese viaje, de tres días al interior del país, me valía para apuntarme en dichos estudios, era mi compensación, y toda compensación es inherentemente un incentivo. Pero evidentemente un incentivo insuficiente ya que me daba cuenta, con el correr de los días, que no había cosa que me distraiga de mis aventuras imaginarias. Decidí entonces cambiarme a una carrera más compleja, esta vez si no me enfocaba en estudiar, no lograría recibirme. Me obligué, sin saberlo entonces, a olvidarme de mis anhelos.

Para ese momento llevaba leída la colección completa de Julio Verne, me acuerdo puntualmente de una novela que se llama “Dos años de vacaciones”….. “quién pudiera”.. pensaba… se me aliviaba el alma al imaginar que algún día en mi vida, sería el día en el que comenzaran mis dos años de vacaciones. 

Y aquí es donde se revela la verdadera paradoja: en nuestra incansable búsqueda de una felicidad distante, imaginaria, pasamos por alto que no es un destino, sino un camino constante. La verdadera esencia de la vida se encuentra en la acumulación de pequeños momentos de alegría, y en las experiencias que forman a nuestro ser. Como en las novelas de Verne, la mayor aventura es la que vivimos día a día, en la rutina y en los anhelos, en aquellos atrevimientos tangenciales a la rutina.  

Quizás, al final, mi verdadero "Edén" no era un lugar sino un estado del ser, una perspectiva desde la cual ver la vida. Es en la aceptación de nuestras circunstancias, la capacidad de transformar cada acontecimiento en instantes significativos. Y no antes que a los 33 años, entonces, pude darme cuenta de que la vida nunca estuvo en otra parte.

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