La luna brillaba sobre un horizonte donde flotaban los últimos velos de una niebla que rápidamente se levantaba. El cielo comenzaba a iluminarse en el otro extremo y los primeros rayos de sol se reflejaban en el marco de mi ventana. Era la hora de levantarse. Amanecimos entre laureles y trofeos, galardonados por la prosperidad que la victoria representaba. Amanecimos también con un dolor de cabeza inherente al festejo de la noche anterior y de la responsabilidad que los próximos dos días nos regalaban: había que llevar el barco a Barcelona, pero había pronóstico de Mistral.
Los últimos días de regatas habían sido muy apacibles y los cuerpos, más allá de los excesos, estaban parcialmente descansados. Mi consciencia se tranquilizaba al pensar que ya conocía las feroces características de aquel temido viento y me apretaba los dientes al darme cuenta que asumía, sola con Guille, la responsabilidad del asunto. No sé si por ignorar los peligros o por ser muy sincera con ellos, pero sentía confianza en los designios que Dios y la Naturaleza tenían preparados para nosotros. Entonces sin tanto pensarlo, soltamos amarras y fuimos a enfrentarlo.
La mañana no superaba los 10 nudos de proa, la Côte d’Azur lucía sus colores brillantes y el barco surcaba prolijamente las aguas de un Mediterráneo con cara de inofensivo. El cielo se fue nublando y unas gotas de lluvia invitaban a comer desmedidamente unas galletitas PiM’s con chocolate y unos croisants que habíamos comprado antes de salir, menudo desacierto si hubiéramos sabido con exactitud lo que se avecinaba.
Al pasar por la isla de Porquerolles una ola puntiaguda de proa nos cacheteaba periódicamente. Intenté subir el genoa mientras Guille dormía pero era inútil invertir ese tiempo tirando bordes para salir de la zona. Mi pronóstico anunciaba un viento moderado del oeste que a las 20hs iba a rotar hacia el noroeste y aumentar su intensidad, y al salir de las islas pude subir vela e hicimos un borde hacia adentro del golfo, y todo parecía muy tranquilo. Mientras timoneaba me entretenía intentando descifrar el mensaje que emitían unos buques de la armada que estaban haciendo pruebas de no se qué “...in two minutes. Securité, securité, securité, we will be ......... in two minutes.” Solo esperaba que no estén por disparar algo porque estaban a menos de dos millas de nosotros. La tarde se iba poniendo oscura y una acumulación de nubes ennegrecía el cielo bajo el que estábamos navegando. Se acercaban las 20hs y mi cuerpo comenzaba a expresar el temor por el mistral inminente, a tal punto que llegué a escuchar cañonasos y truenos que me pusieron los pelos de punta, hasta que pude descifrar que era simplemente el ruido de la salida de agua del motor. ¡Cómo tergiversa la realidad el miedo!
El viento empezó a negarse hasta obligarme a hacer una virada, acertada fue la decisión de adentrarnos en el Golfo porque el asunto parecía estar cumpliéndose a rajatabla: Eran las 20hs. Una hora más tarde todo parecía estar sospechosamente tranquilo, llegamos a pensar que se había disipado con el otro frente y varias teorías meteorológicas llevaron a pasear a mi mente en esos instantes en los que el viento de a poco iba aumentando. Ya había caído la noche en el golfo. -Guille...- Llamé asomándome para adentro. -¿Cambiamos un ratito?- No habíamos descansado lo suficiente, y pensé que era una buena idea acostarme al menos una hora por si más tarde había que estar alerta.
Cuando volví a salir era la medianoche; enganché mi arnés a la línea de vida, miré hacia barlovento y vi como la luna iluminaba las crestas blancas de unas olas imponentes que cada tanto rompían sobre nuestra banda. La mayor de capa estaba puesta y el cockpit ya había sufrido varios chapuzones. -Agarrá un segundo el timón.- Me decía Guille cada media hora, y nos turnábamos para vomitar por sotavento, <malditos Croisants> pensaba.
Guille timoneaba y yo iba pegada a la chubasquera intentando concebir pequeñas siestas, lo cual era imposible no solo por el frío, sino porque una ola me tiraba para el piso del cockpit con recurrencia. -¡Se me va..!- Gritaba cada tanto, y yo tenía que estar alerta para filar el Genoa. A la quinta vez que bajé para vomitar ya no tenía más nada, sin embargo disfrutaba de hacerlo porque me despabilaba un poco y me sacaba el frío. Intenté hablar para que Guille no se durmiera pero era difícil gastar esa poca energía en mantener un diálogo, y se ve que a él le pasaba lo mismo porque a veces no me respondía.
Entonces la situación era muy miserable: era de noche y hacía frío, nosotros estábamos empapados y en silencio, ni una palabra revoloteaba por los alrededores, soplaba mucho, el ruido ensordecedor del viento era lo único que escuchábamos, el barco iba escorado, cada tanto una ola nos pasaba por encima, y cada tanto teníamos que bajar a vomitar. El piloto automático no soportaba esa condición y había que estar timoneando, la comida de la alacena no la habíamos tocado, y vaya uno a saber cuántas horas de esto quedaban por delante. Por Dios, que salga el sol ya mismo.
A las cinco de la mañana Guille se fue a descansar y me quedé al timón. Pasó un buque muy cerca nuestro y me sentí acompañada, entonces pensaba qué habrá en las luces que nos resultan tan hospitalarias... A las 7 de la mañana ya soplaban 20 nudos y pude poner el piloto automático, el sol empezaba a asomarse por el horizonte y lo único que deseaba era dormir un ratito. Sentía la espalda muy contracturada por estar temblando de frío y apenas el sol empezó a abrigrar me recosté hecha una bolita en el cockpit. No vayan a pensar que es un lugar muy cómodo, mas bien todo lo contrario, pero al menos ya se sentía la calidez diurna que otorga la seguridad de poder ver.
Cuando desperté la ola estaba más amable y la vida a bordo ya era vida otra vez. El día lucía un aire primaveral que ocultaba toda la miseria de la noche anterior y los recuerdos lúgubres se iban esfumando con la satisfacción residual del miedo. -¡Felicitaciones por la regata!- Fue lo primero que leí en la pantalla al momento que la costa española nos regaló señal. Pero ya nada de eso era importante y mi cabeza solo pensaba, con el enamoramiento que sucede a la aventura, en los imponentes recuerdos de mi segundo Mistral.