15 Oct
15Oct

     Nos dijeron que había que sacar el barco de Europa y la ruta más corta que encontramos era Argelia. Argelia, sí, donde operan Al Qaeda y Bin Laden y la Lonely Planet dice que el índice de asesinato es muy alto y no lo recomienda para el turismo, y el barco tiene bandera norteamericana. Ningún hombre debería despreciar sus presentimientos ni las advertencias secretas de peligro que a veces recibe, aun en momentos en los que parecería imposible que fueran reales. Mi corazón se ponía incómodo al pensar en cruzar esas 300 millas náuticas vacías sin tierra para llegar a un puerto que se alejaba del concepto de refugio seguro; primero porque el Mistral de la semana anterior había dejado mi moral golpeada y la posible idea de navegar otro viento fuerte o alguna tormenta erizaba mi paciencia -temer al mal es mucho peor que padecerlo-, y segundo porque eso de tocar puerto y salir al instante no sonaba muy alentador para mi espíritu viajero. 

    Nos contactamos con un gestor del puerto argelino y nos comunicó que el precio de su gestión era de €500, el puerto por día costaba €400, y teníamos que llevarles “gift bags” con whisky, cigarros y chocolates a los empleados del puerto para que no se ofendan. Sin dudas no era muy rentable la visita al país Africano ni tampoco parecían estar entusiasmados por recibir turistas. Por suerte, porque entonces comenzamos a sesgar la atención de la ruta hacia el sur y planificamos un nuevo rumbo: Gibraltar.


    La travesía generaba un buen augurio en nuestras almas; resultaba soñada aquella derrota a vista de costa y sin mayores preocupaciones. Le escribimos a Lopi y sin dudarlo cambió su pasaje y vino con nosotros, al menos ya éramos tres. Entonces salimos; adeu, augur, nos vemos en unos días. 

    Con el afán del desafío planteamos la posibilidad de hacer todo sin parar. Para aquellos alejados de la náutica, nos hubiera tomado unos cuatro o cinco días de navegación non-stop hacer esas 500 millas hasta el estrecho, -no, no se para a dormir-. Miramos el prono y daba un viento moderado a fuerte de popa casi hasta Almería, lo que representaba unos tres días de navegación a vela y el resto motor o vela también.


    Salimos a las 16:00 hs de Barcelona y todavía quedaba una mar de fondo insoportable y revoltosa del día anterior, tomé coraje de pasar unos minutos adentro ordenando la fruta y la provista para que no se cayeran. -Me acuesto un rato.- Le dije a Guille, y mientras me esforzaba por no caerme en algún rolido tuve dos descubrimientos reveladores: El primero es que el Río de la Plata marea menos, hasta el mistral de la semana anterior nunca había experimentado un mareo como tal, y al ser la segunda vez que me pasaba, ya no podía echarle la culpa a los Croisants que comimos al salir de Francia. El segundo es que cuando uno está mareado no concibe el sueño, y esto es curioso porque pensaba que podría realmente morir de insomnio al ver que, por mucho sueño que sintiera, cualquier pensamiento en mi cabeza era suficiente para impedirme dormitar. Las olas empezaban a sentirse más grandes y escuchaba que estaban tomando el segundo rizo, empecé a distinguir el ruido de una lluvia muy fuerte y eso fue excusa suficiente para salir de mi frazada y empezar mi guardia.

    Me levanté, salí de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos abatían cada tres o cuatro minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era desolación. Por como estaba la cosa, Guille no soltaba el timón y Lopi y yo nos refugiábamos un poco en la chubasquera. De pronto me dieron unas intensas ganas de vomitar y allí comenzó la rutina: sacar el mosquetón de la línea de vida de barlo, pincharlo en sota, vomitar. Ahora comprendía cuán fácilmente la naturaleza podía convertir una situación miserable en una peor. La lluvia no cesaba, el viento rozó los 50 nudos de través y para el momento pudimos por suerte bajar la mayor, - y no hace falta aclarar que la pobre quedó como pudo aferrada a los Lazy-. La ola venía de todos lados, y el viento borneaba sin cesar, y otra vez; sacar el mosquetón de barlo, ponerlo en sota, vomitar. A las pocas horas había optimizado el sistema y lo pinchaba en la escota de mayor entonces podía ir y venir con mayor libertad. Fue pasando la noche y la supervivencia era miserable: el que dormía convivía con la humedad, el desorden y el movimiento de adentro, y los que estaban de guardia sentían como el agua les entraba por la espalda cada vez que nos pasaba por encima una ola. Tal era el sentimiento de desgracia que al ir al baño, por ejemplo, uno sufría no solo por el mareo sino por el miedo a que se desbordara la taza del inodoro en alguna escorada. En un cambio de guardia uno -y mantengo el anonimato- bajó a buscar agua y se sorprendió al ver al otro con la puerta del baño abierta defecando y vomitando a la vez. Resultaba imposible sentirse agradecido por estar vivo en semejantes condiciones.

    Se hicieron las seis de la mañana y el sol no salía. Me pareció ver que vomitaba sangre pero la luz de la linterna no era suficiente para hacer semejante declaración. Ya íbamos doce horas de miseria, de no poder comer nada, de estar muertos de frío, empapados y vomitando sin parar. <Qué gusto horrible tiene la bilis> pensaba, esto era peor que el mistral. Con cuánta justicia todos los hombres deberían reflexionar sobre esto: que cuando comparan la condición en la que se encuentran con otras peores, la memoria los puede convencer, por experiencia, de que fueron más felices en el pasado. 

    A las doce del mediodía empezó a llover más fuerte y un rayo que cayó cerca desconfiguró el instrumental. Pensé que había superado el temor a la muerte y que esto no sería nada, pero cuando empezaron a caer rayos me sentí aterrorizada. El viento bajó y empezó a dar vueltas como una calesita. El motor no era eficiente al navegar esa ola gigante que quedaba. En uno de los guardapleos se rifó el genoa y al intentar enrollarlo se cortó el cabo del enrollador, seguimos navegando con el genoa como estaba, verlo así era desmoralizante. -Vayamos a la costa.- dije. Agarré la carta y no tardé mucho en desmoralizarme otra vez: El puerto más cercano, Valencia, estaba a 55 millas. El asunto es que esas diez horas fueron cuánticas, y la sorpresa nos la llevamos al descubrir que el puerto en el que caimos (y digo “caimos” porque no estabámos motivados a navegar una hora más hasta Valencia), era un puerto comercial inmenso con un pequeño sector deportivo pesquero, poco hospitalario, sin duchas ni agua caliente ni nada de lo que necesitábamos después de 30 horas de miseria. 

    La verdad del asunto es que nos ganó un poco la sal; todo estaba mojado y nosotros también, ya tenía dos mudas de ropa que no se secaban por mucho esfuerzo que hiciera. Todo el barco olía a ropa podrida que quedó en algún rincón perdida y se mezcló con el vómito y el agua de mar y empezó a querer expresarse, -Estoy acá, levantame- parecían decir. Al llegar al puerto de Sagunt la lluvia y el viento siguieron, consistentes, como queriendo que nos acostumbráramos a la belleza de aquel desolado murallón de la estación de combustible al que estábamos amarrados, sin luz, sin agua, sin un mundo hospitalario. A medida que mi razón iba dominando mi abatimiento, empecé a consolarme como pude y a anotar mentalmente lo bueno y lo malo, para poder distinguir la situación actual de una peor. Llegué a la conclusión de que había algo de fatalidad en aquella proyección de pasar el resto de mi vida navegando y una vez más la naturaleza, como extenuada por mi obsesión, me arrojó en un profundo sueño. 

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