26 Apr
26Apr

CAPÍTULO 1- 


     La puerta se abrió, le costó reconocer mi huella digital pero finalmente me cedió el paso hacia el varadero. Imaginaba que me ovacionaban al pasar, pero era mi propio orgullo, porque estar ahí representaba un largo camino para mi. Trepamos por los andamios hasta la popa, un poco incómodo el acceso, comprendí que era el esfuerzo que debía hacer para conquistar esa cubierta oceánica. Antiguamente para descubrir lugares nuevos atravesaban la selva a los machetazos...    Miré hacia el frente y ahí estaba: Mi portal mágico, mi Rubicón, mi escotilla con forma de compuerta hermética, porque acá es todo así; sobredimensionado, robusto y hermético. Al entrar me sorprendí al ver el barco revuelto, escenario de guerra, expediciones polares. El cerebro mandó señales de dar un paso en reversa y se sintió perturbado por mi obsesión con la acumulación y el desorden. En la división de tareas elegí ordenar, siempre lo hago porque es la mejor forma de conocer el barco, revisarlo, y de familiarizarse con los escondites de las herramientas, productos de limpieza, comida, y otros víveres. Con dedicación me comprometí a investigar todo; hace unos años un hombre llevó a una mujer en su barco, ella llevaba drogas y el hombre fue preso, hay que revisar todo. Encontré objetos que parecían salidos de una película de ficción, con inscripciones en ruso, dibujos polares, gorros de piel tipo leñador, y otros atuendos extraños. Si no supiera como luce un velero podría decir que me estaba yendo a la luna.     Mientras ordenaba cada tornillo en su lugar, cada arandela, perno, pernito -todo tenía su lugar específico, y guardarlos suponía la tarea de sacar la caja de adelante y la del medio para llegar a la de atrás- escuchaba a Jero, uno de los dos argentinos atravesar el pasillo al grito de “¡Mike, traeme un Trishotka 18!” Al ver a Mike con una llave tubo en la mano entendí que Jero, que se comunicaba con Alexander y Mikita a través de lenguaje de señas porque no sabía inglés, había aprendido a navegar en ruso y desconocía por completo el nombre de las cosas en su propio idioma. Podía perfectamente imaginar una situación similar a la de la creación de nuestro lenguaje, donde Mikita -ucraniano con un asomo  de español- entraría al barco de la mano de Jero y le diría “Eso trishotka, eso potskanike“ de igual forma que etiquetaron las cajas de las herramientas con sus nombres, con la diferencia de que el alfabeto ruso es jeroglífico para mi, todavía.     

     Entonces me encontraba en uno de los camarotes de popa, como depositada por la vida allí, con mi mera vocación de vagabundo, escuchando un entreverado de palabras en inglés, español, ruso y portugués, pensando que en unos días bajaríamos el barco y me iría junto a este cúmulo de personas a ver el océano durante dos meses, sola con cuatro hombres, dos de los cuales no saben navegar y los dos restantes tienen la mitad de sus preocupaciones en su país, con sus familias en medio de la guerra, a llevar mi cabeza cerca del límite del espacio y la soledad, ¿Serán ellos buen tendedero para mis emociones? Solo sabía que quería conocer el océano, y no podría emprender otra actividad con la determinación necesaria para llevarla a cabo.

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